Hubo una vez en un país de Arabia un emir sumamente rico y muy caprichoso en el arte del comer. Los mejores cocineros de la región trabajaban para él, forzando cada día su imaginación para satisfacer sus exigencias. Harto ya de tiernos faisanes y pescados caros, un día llamó a su cocinero jefe y le dijo:
–Ahmed, voy a pedirte que me busques algún manjar que no haya probado nunca, porque mi apetito va decayendo. Si quieres seguir a mi servicio, tendrás que ingeniarte cómo hacerlo.
–Si me ingenio y logro sorprenderos, ¿qué me daréis?

Aquel gran glotón repuso:
–La mano de mi precisa hija.
Al día siguiente, el propio Ahmed sirvió al Emir en una bandeja de oro el nuevo manjar. Parecían muslos de ave adornados con una artística guarnición. Comió el Emir y gritó entusiasmado.
–¡Bravo Ahmed, es to es lo más exquisito que he comido en mi vida! ¿Puedes decirme qué es?
–El loro viejo que conservabais en la jaula de plata, señor.
–Tunante, me has engañado. ¡¡¡No te casarás con mi hija!!!
El gran Visir intervino en el pleito.
Y puesto que el Emir había proclamado que el manjar era exquisito, sentenció a favor del cocinero, que fue muy feliz con su hermosa esposa, a la que siempre dio bien de comer, pero sin las exigencias de su padre glotón.
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