Hubo un tiempo en el que se pintaban con cal blanca los cordones y los troncos de los árboles. Años en los que las mujeres baldeadan las veredas con lavandina y acaroína y que las aulas olían a alcanfor, que brotaba de las bolsitas que llevaban niños y niñas colgando de sus cuellos, una especie de amuleto medicinal contra un virus que empezaba como una gripe, pero que podía terminar causando parálisis, deformidades, o con la condena a vivir conectado a un pulmotor.
Otros, más frescos en la memoria, en los que el mundo se vio paralizado por un nuevo coronavirus que mató a millones y puso de cabeza a la vida tal como lo conocíamos hasta entonces.
A los habitantes de todos esos tiempos los movía la misma esperanza y los unía un mismo ruego: que "aparezca" la vacuna.
Vidas salvadas
Todas esas vacunas "aparecieron" (contra la polio, el sarampión, covid y muchas más). No por arte de magia, sino fruto de la investigación científica y de grandes inversiones. Y se desparraman por el mundo gracias a complejos operativos de logística, que contemplan desde transporte, a cadenas de frío y vacunadores que, si es necesario, montan a caballo, se suben a una lancha o caminan varios kilómetros para cumplir con la tarea de garantizar la inmunización en todos los rincones del país.
"Las vacunas han revolucionado la salud global, junto con el agua potable y la higiene de los alimentos, son consideradas las tres medidas que más vidas humanas han salvado", afirma en diálogo con Clarín Mirta Roses Periago, especialista en enfermedades infecciosas y ex directora de la Organización Panamericana de la Salud (OPS).
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